Biografía de la artista

Arte y denuncia social

viernes, 8 de marzo de 2019


Silencioso Asentamiento”.
Intervención en el entorno de Urex.
Autora: Prado Toro
Ante la puesta en duda de lo ya pensado, ante la crisis de lo establecido en los modelos de nuestra cultura tradicional, se hace urgente la búsqueda de respuestas a tantas inquietudes y preguntas. Frente a tanta incertidumbre nuestro estado de equilibrio se tambalea, se enfrenta a un estado de angustia, al peligro de sentir como se desfigura nuestra normalizada realidad. Pero ¿cómo podríamos conformar nuestra identidad de género en una sociedad cuyos cimientos se tambalean?
El cuerpo, en tanto que habitáculo de la identidad, se abre como lugar de intervención, como disputado paraje ubicado en la frontera entre lo público y lo privado, como receptáculo de pasiones y fuente de todo odio y deseo.
Desde nuestra morada interior se reivindica la posibilidad de hablar desde el cuerpo, de pensar a través de él, tanto en sus relaciones materiales como en sus relaciones simbólicas con el otro; ese otro cuya identidad se establece en torno a la categoría de género, en torno de los innegables condicionantes  fisiológicos de sexo que lo categorizan en tanto que hombre o mujer en relación a los atributos adjudicados a lo que se considera “femenino” o “masculino”, aquello que nos identifica y nos diferencia al tiempo que nos separa y condiciona encasillándonos en obsoletos sistemas de género empeñados en encarnar la asignación funcional de papeles sociales biológicamente prescritos.
Una herencia “biológica” caduca de la que no podemos desligarnos pues parece cosida a sangre en nuestro código genético. ¡Si fuera tan fácil abrir una brecha en este legado patriarcal podríamos volver a inventarnos…! Cierto es que estas categorías no son más que un medio de conceptualización cultural y de organización social. Como defiende J. Butler, existe todo un mundo de actuaciones capaces de introducir nuevas asociaciones en las categorías establecidas para poner en tela de juicio las relaciones entre las categorías de "sexo", "género" y "deseo", pudiendo subvertir los conceptos naturalizados en una batalla por reconstruirnos, en una lucha por  conquistar el territorio en que podamos acampar más allá de las diferencias sexuales.

Esta lucha de contrarios es la carga que llevamos dentro, es la estructura que soporta las tensiones del mundo, las apariencias en que vivimos; un mundo de parodia que dice defender la igualdad cuando en realidad evidencia que unos son mejores que otros; una sociedad de falsedad, de frivolidad, que tiñe la incongruencia con la razón imponiendo toda una serie de estereotipos que  dictan normas de comportamiento, formas de conducta que parecen ser tan “naturales” que terminan convirtiéndose en hábitos. Ya Aristóteles en la Retórica hablaba del hábito como lo más cercano a la naturaleza, lo que nos hace ser virtuosos. Esta concepción que une el hábito con la naturaleza es aún muy fuerte, de manera  que romper los hábitos se considera una trasgresión moral, ir contra la naturaleza, y nos aleja de la virtud. Sin embargo Aristóteles, al contrario que Foucault en “La historia de la sexualidad”,  no contemplaba que los hábitos también se construyen y articulan artificialmente según diferentes discursos culturales y que su definición como "cosa de la naturaleza", transformada en un "signo de cultura", debe ser reconstruida.
La identidad no puede construirse a partir de cero, desde la nada; se construye a partir de la conciencia de sí que un individuo o colectivo tenga, pero…cómo concienciarnos de que no es posible definir lo femenino dejando de lado lo masculino y viceversa, cómo revelar que lo masculino es algo tan plástico, construido y "performático" como lo femenino; cómo hacer saber que la identidad del sujeto  sobrepasa las reducciones del lenguaje y las categorizaciones que han sido estructuradas culturalmente en cada lugar geográfico, en cada sociedad y momento histórico, en torno a la raza y el sexo; cómo desmentir el funcionalismo biológico sobre las diferencias de género y revelar que los atributos de la diferencia sexual son hechos específicos de cada cultura…
     
Las piezas del puzzle parecen no encajar en una imagen fija y predeterminada, parecen no poder levantar con resistencia una construcción destinada a la inmovilidad del saber, al hieratismo del entendimiento. El malestar que este sentimiento de fragmentación amenaza con atacar una identidad debilitada en la negación de su saber histórico, una identidad enferma que padece una carencia,  la falta de reedificación y la ausencia de sentido. Un sinsentido manifiesto en el sufrimiento que perturba a los individuos por el desconocimiento que enturbia el significado de su existencia. Se teme no lograr identificar el sentido de lo que se siente y desea, de aquello que se piensa pero no puede decirse, aquello que se hace o produce y que debe ser escondido; otras veces simplemente el sentido que se da a estos sucesos no satisface plenamente. Por ello el sujeto siente la necesidad de restablecerse, de buscar nuevas soluciones, de comunicarse en un diálogo con el "otro", de intercambiarse o "ponerse en su lugar".
Este sufrimiento, esta callada lucha por definirse en una realidad convencionalmente reduccionista, apela a la cultura de la herida que nos ha sido impuesta con los arquetipos de masculinidad y feminidad como valores eternos. La edificación de los cuerpos expuestos a la intemperie, frágiles, casi desvalidos, se enfrenta al conflicto sostenido entre los dos sexos imperantes: hombre-mujer, roles que nos son asignados al nacer de acuerdo al sexo biológico, el cual hace evidente la ficción cultural de la artificialidad, la frialdad y pasividad de los cuerpos que, albergados bajo la máscara de una aparente naturalidad, luchan por escapar al binomio masculinidad-feminidad con que han sido concebidos. Luchan por poder vivir su propia existencia, por materializar la realidad interior de su propio cuerpo, por exteriorizar sus personales experiencias de una manera diferente, alejada de los cánones y arquetipos impuestos en la cultura a la que el ser se siente arrojado a vivir.

La no revelación del interior, su ocultación a la mirada, remite a los límites entre el interior y el exterior, entre lo físico y lo psíquico, alude al estado de percepción de la materia de un cuerpo inmanente que parece ser prisionero de sí mismo, de una vulnerable e “inmaculada” condición de la cual ni siquiera intenta escapar. Pero... ¿escapar para qué, para ir a dónde, para demostrar qué? ¿Escapar de qué? ¿O quizás estén esperando? ¿No serán en realidad una encarnación más de aquel mismo vértigo de lo imposible, de aquel deseo inalcanzable, de aquella eterna indigencia de amor condenado a no hallar el lugar, condenado a habitar los no-lugares que la sociedad se empeña en ofrecer como sustituto fetichista de lo real?.
Como en una misión suicida escenifican una ficción representacional de la que han olvidado el guión.  Yacen inmóviles en un terreno todavía por conquistar, en un no-lugar que exige recuperar la sensación de la carne, de la piel, del cuerpo para poder ser. La barrera de piedra que sutilmente levanta a su alrededor, cuan muralla defensiva, no puede protegerle de un caótico exterior que exige su rendición a cualquier precio. Un exterior que abre una brecha en la superficie, la herida una y otra vez descosida por la que penetrar a los misterios que atesora en su interior.  Esos muros de huesos, músculos, carne y piel se enfrentan en su afirmación al conocimiento, a la sociedad, a la cultura que objetualiza su materialidad física, con el riesgo de perder la propia vida. No son más que el  reflejo de una relación "cuerpo a cuerpo", de una experiencia entre el cuerpo sexuado y la vivencia del cuerpo como hombre o mujer confrontado tanto con el otro como con la naturaleza, la sociedad, la cultura… y consigo mismo.

"Trofeos de Caza", 2018

INSTALACIÓN "TROFEOS DE CAZA" 
PARA EL PROYECTO GALERÍAS 2018 
EN LA CÁRCEL DE SEGOVIA

La instalación objetual “ Trofeos de Caza” denuncia la violencia de género a través de diferentes peanas de taxidermia en las que se expone, a modo de trofeo de caza, ropa interior femenina, poniendo en evidencia que la violencia de género, como manifestación extrema de la desigualdad, no es un problema «de» las mujeres sino un problema «para» el género femenino, un problema cuyos efectos sufren las mujeres, independientemente de su edad, raza o condición social, por ello las placas doradas de las peanas tienen grabadas el par de cromosomas del sexo femenino (XX), la fecha, lugar y edad de las diferentes mujeres que han sido violadas a lo largo del 2018. Toda la información contenida en las placas es real, obtenida de noticias de prensa, por ello se ha omitido el nombre de las víctimas, con el fin de respetar su privacidad.
El tamaño de las peanas hace referencia a la edad, siendo las más grandes corresponden a víctimas de mayor edad (74 años la mayor) y las más pequeñas a chicas menores de edad que han sido violadas (siendo la menor de 8 años), o a grupos menores de edad, como las niñas de entre  8 y 12 años que sufrieron violaciones en el CAMPAMENTO “EL TRASTO” (HORNILLOS DE ERESMA, VALLADOLID), tal como se puede observar en las peanas centrales situadas una frente a otra.
La violencia machista es además un problema de una sociedad aún androcéntrica y patriarcal que establece la posición de inferioridad del género femenino y su supeditación a los varones en base a determinadas creencias, prejuicios y mitos que fundamentan la construcción de los roles e identidades asignados a hombres y mujeres al nacer de acuerdo al sexo biológico. Los estereotipos de sexo y género dictan lo que deber ser o es «ser hombre» y lo que significa «ser mujer», legitimando la desigualdad, la subordinación o la inexistencia simbólica de las mujeres de acuerdo al binomio dominio-sumisión, poder-fragilidad, activo-pasivo, sujeto-objeto… en que se justifica la imposición de la violencia, una violencia no sólo física, como las agresiones sexuales sufridas por esas mujeres víctimas de violaciones, sino también psicológica, representada en las vainas de balas esparcidas por el suelo. La violencia de género tiene su origen en la forma de entender la masculinidad, la arquetípica hombría, cuyos valores eternos establecen que para “ser hombre”, como integrante del grupo sexual dominante, se ha de ejercer la violencia, entendida como supremacía o capacidad de imponerse físicamente o mandar. Para ratificar esta posición de poder, de superioridad, el hombre busca conquistar al “sexo débil” aunque sea sometiéndolo a la fuerza para poder así preservar el supuesto “orden de género”.